martes, 11 de mayo de 2010

LA REVOLUCION


Madero entra a Palacio Nacional


La revolución irrumpió en la historia nacional y se apoderó del tiempo mexicano con una violencia sin precedentes. Movimiento continuo, hecho con el caos de la destrucción y la esperanza en el porvenir, fue la génesis de un México que volvió los ojos hacia su pasado inmediato y –como en el siglo XIX- entrelazó su destino al de los caudillos.

En 1910 la república tenía 15 millones de habitantes. El setenta por ciento de la población era rural. El resto se encontraba en las ciudades y los centros fabriles más importantes: México, Veracruz, Guadalajara, Puebla y Monterrey. El setenta y dos por ciento no sabía leer ni escribir y la riqueza estaba concentrada en una pequeña oligarquía burguesa –la corte de don Porfirio- que se enriquecía participando en una amplia gama de negocios públicos: obras, transportes, minería, petróleo, banca y comercio.

El México porfiriano tenía dos rostros. El del progreso material cristalizado en los casi veinte mil kilómetros de vías férreas, la red telegráfica que unía al país, líneas telefónicas en las zonas urbanas, el alumbrado eléctrico y las casas comerciales. Obras públicas construidas con los sistemas de ingeniería más modernos del momento, como el desagüe del valle de México, el palacio de Comunicaciones, el puerto de Veracruz y los no menos importantes puertos de Coatzacoalcos y Salina Cruz mostraban al mundo las bondades del régimen.

El rostro de la desigualdad era lacerante. La hacienda se convirtió en el paradigma de la explotación. “Si quieren sembrar, que siembren en maceta” comentaban los hacendados de Morelos. En algunos lugares como Valle Nacional -en Oaxaca- y Yucatán, las condiciones de vida frisaban la esclavitud. La situación no era mejor para los obreros. Con jornadas de trabajo de más de 12 horas, sin derecho a huelga y sin seguridad social, las fábricas se convirtieron en verdaderos polvorines. El porfiriato acabó con las libertades públicas. La sociedad abdicó de sus derechos políticos a cambio del oropel de la estabilidad y la paz social, anhelada casi por un siglo.


Huerta y su Estado Mayor

En 1910, el México bronco resurgió furioso de las entrañas de la nación. Contra los agravios políticos la respuesta fue “sufragio efectivo, no reelección”. Contra los agravios sociales el grito fue de “tierra y libertad”. El reclamo era legítimo: “Justicia y ley”.

La violencia revolucionaria destruyó el orden porfiriano y la estabilidad del país por décadas. Con excepción de Madero, los nuevos caudillos –antidemocráticos por antonomasia- creyeron más en el argumento de las balas que en la fuerza de los votos. Durante más de veinte años tiñeron de rojo el ejercicio del poder e hicieron correr la sangre –propia o de extraños- al acercarse la sucesión presidencial.

Un millón de víctimas ocasionó la revolución en el periodo 1910-1921. Setenta mil más generó la rebelión cristera entre 1926 y 1929. La mayoría de los muertos era gente pacífica, “civiles”, los “revolucionados” -como les llamó Luis González y González. Aquellos que prefirieron enfrentar la revolución desde la trinchera de la vida cotidiana, dentro de las haciendas, acompañados por sus familias o defendiendo sus pueblos de los propios revolucionarios, pero no tomando parte activa en las filas de los poderosos ejércitos norteños.

Una generación de hombres se perdió. No alcanzaron ni siquiera los cincuenta años de edad. La terrible paradoja fue que las víctimas no cayeron combatiendo al porfiriato o la traición de Huerta –causas iniciales y ciertamente justas-, sino a manos de la propia revolución mexicana que en un acto de canibalismo político, en abierta lucha por el poder, -entre emboscadas, traiciones y juicios sumarios- los eliminó.


Artilleros Revolucionarios


Dentro de la vorágine de la violencia, la familia mexicana padeció las terribles ambiciones personales de los caudillos, y en poco tiempo se desintegró. Padres e hijos marcharon al frente de batalla. Las mujeres, en ocasiones, siguieron el mismo derrotero y terminaron ayudando a bien morir a los combatientes. La hambruna, el saqueo, la violación, las epidemias -calamidades propias de la guerra- azotaron por años la república.

De 1911 a 1940 la república tuvo dieciséis presidentes. Cuatro fueron restos del naufragio porfiriano. Los demás surgieron de los campos de la revolución. Ninguno pudo gobernar en condiciones normales. Por momentos, poder y muerte fueron sinónimos. Una revuelta anunciaba la siguiente. A una traición le seguía otra aun más sofisticada. El viejo refrán se hizo ley: “quien a hierro mata, a hierro muere”.

Los porfiristas dejaron el poder añorando la “mano dura” del dictador. Los revolucionarios fueron incapaces de cerrar la caja de Pandora y paulatinamente regresaron a las viejas formas de simulación y control porfirianas creando un sistema antidemocrático alejado de los principios fundamentales del movimiento iniciado en 1910. Años después, cuando Daniel Cosío Villegas escribió La crisis de México (1946) y anunció la muerte de la revolución mexicana a manos de su propio régimen, no se equivocó en su juicio: “Todos los hombres de la revolución mexicana, sin exceptuar a ninguno, resultaron inferiores a las exigencias de ella”



Por Eomer

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