jueves, 6 de mayo de 2010

Un día de gloria



Era un hombre para quien la palabra “Patria” guardaba el significado más profundo. En ella se entrelazaban la vida, el destino y la muerte. Nacido en 1829 en la población tejana de Bahía del Espíritu Santo –cuando Tejas todavía formaba parte del territorio mexicano–, Ignacio Zaragoza fue seducido por la patria y por la guerra.

No fue militar de carrera pero sustituyó la preparación técnica y académica con el instinto y la pasión. Como muchos otros hombres del ejército republicano, alcanzó el grado de general en los campos de batalla, conduciendo soldados, dando órdenes y blandiendo el sable. Por encima de su esposa, de su familia o de su propio interés personal, para el joven militar, la Patria era su principal motivación y única bandera.

“Estoy resuelto a no dejar las armas hasta no ver en mi patria restablecida la Constitución y, por consiguiente, la verdadera paz de toda ella” -escribió durante la guerra de Reforma. Y lo cumplió. En los últimos días de diciembre de 1861, cuando México se alistaba para la guerra contra el extranjero, doña Rafaela –su esposa– cayó gravemente enferma; su fatal desenlace sólo era cuestión de días. Zaragoza, sin embargo, no se tentó el corazón; al recibir la orden de marchar de inmediato a San Luis Potosí, preparó el viaje, se despidió de doña Rafaela y la dejó en plena agonía. Mientras el general marchaba en busca de su destino –la Patria lo requería–, su esposa falleció el 13 de enero de 1862.


Mexicanos al grito de guerra

En febrero de 1862, mientras Zaragoza se encontraba a la espera de los acontecimientos, se abrió una posibilidad para la paz, cuando España, Inglaterra y Francia –que amenazaban al gobierno mexicano con iniciar las hostilidades si no pagaba su deuda–, decidieron sentarse a negociar con el ministro Manuel Doblado, en representación de Juárez, en el poblado de la Soledad, en Veracruz.

Aunque la situación parecía resolverse a favor de México, los franceses mostraron su verdadero rostro: su honor era un espejismo cuya realidad estaba alimentada por la mentira, la soberbia y la ambición. Apoyados por los conservadores, habían decidido invadir México para establecer una monarquía. Zaragoza entonces se puso al frente del ejército mexicano y dispuso la defensa de la patria.

Los franceses avanzaron hasta cumbres de Acultzingo, donde el 28 de abril, se verificó el primer enfrentamiento con las tropas republicanas. Fue tan sólo una escaramuza. La guerra estaba por comenzar y el sitio, no podía ser más perfecto, frente a los muros de Puebla. El mariscal Laurencez, general en jefe de las tropas francesas, se vio a sí mismo como el nuevo Hernán Cortés, y con toda la soberbia que lo caracterizaba, escribió: “Tenemos tal superioridad de raza, de moral, de recursos y de organización sobre los mexicanos que a la cabeza de seis mil hombres soy el amo de México”. Pronto se comió sus palabras. Los ánimos en el ejército republicano, sin embargo, se encontraban por los suelos en vísperas de la guerra.

Apenas unas semanas atrás, un descuido en un depósito de pólvora, localizado en San Andrés Chalchicomula, Puebla, había provocado una terrible explosión dejando más de mil muertos. Por si fuera poco, las tropas republicanas sabían que el ejército que se aproximaba por el camino de Veracruz, eran consideradas las primeras del mundo.

“Os prometo un día de gloria”

A Zaragoza nada le importó. Su vida estaba al servicio de la Patria, y en la madrugada del 5 de mayo de 1862, cuando el ánimo alicaído del ejército mexicano parecía anunciar la derrota, contagió de patriótica esperanza a sus hombres, a través de su famosa proclama al amanecer. ”Soldados: Os habéis portado como héroes combatiendo por la Reforma; vuestros esfuerzos han sido coronados siempre del mejor éxito y, no una, sino infinidad de veces habéis hecho doblar la cerviz a vuestros adversarios. Hoy vais a pelear por un objeto sagrado; vais a pelear por la Patria y yo me prometo que en la presente jornada le conquistaréis un día de gloria. Nuestros enemigos son los primeros soldados del mundo; pero vosotros sois los primeros hijos de México y os quieren arrebatar vuestra Patria. Soldados: leo en vuestra frente la victoria fe y ¡viva la independencia nacional! ¡viva la Patria!”.

Las hostilidades comenzaron pasado el medio día. Conforme avanzaban los minutos, el cielo comenzó a cerrarse y el campo de batalla fue cubierto por un fuerte aguacero. Los franceses cargaron una y otra vez sobre las posiciones mexicanas, y del mismo modo, fueron rechazados. A las 5 y 49 minutos, Zaragoza envió el mensaje definitivo a la ciudad de México: “Las armas nacionales se han cubierto de gloria”. La Patria cobijó a sus hijos: en una heroica jornada habían logrado vencer al ejército invasor. Nadie lo esperaba. Tan insólito fue el resultado, incluso para los propios soldados mexicanos, que horas después de la batalla, aún recorrían el campo para cerciorarse de la realidad. El propio Porfirio Díaz, escribió tiempo después en sus Memorias: “Esta victoria fue tan inesperada que nos sorprendimos verdaderamente con ella, y pareciéndome a mí que era un sueño, salí en la noche al campo para rectificar la verdad de los hechos con las conversaciones que los soldados tenían alrededor”.

El triunfo fue celebrado con júbilo entre las filas republicanas, sin embargo, Zaragoza no pudo menos que contrariarse frente a la actitud de la sociedad poblana. Parecía guardar luto por la derrota de los franceses. Sorprendido por la fría actitud de los poblanos, el general escribió al presidente Juárez: “Nada se puede hacer aquí porque esta gente es mala en lo general y sobre todo muy indolente y egoísta. Qué bueno sería quemar Puebla. Está de luto por el acontecimiento del día 5”.

La victoria del 5 de mayo, minimizada en ocasiones por la historiografía mexicana, retrasó un año los planes intervencionistas y aumentó los costos de la aventura imperial en México, lo cual, a la larga, determinó el fracaso de la intervención francesa. A principios de septiembre de 1862, Zaragoza cayó gravemente enfermo de tifo. Infinidad de veces había hecho doblar la cerviz a sus adversarios, dirigiendo batallas, caracoleando su caballo junto a los cañones, haciendo relucir su espada. La luz de su sol se extinguía irremediablemente, cuando se avecinaba el reinicio de las hostilidades contra los franceses.


Hombre de una sola victoria, Ignacio Zaragoza alcanzó un lugar en el altar cívico de la Patria. Tenía 33 años de edad cuando murió, el 8 de septiembre. Falleció habiendo conquistado un día de gloria para la nación mexicana; un día cinco, cuando sobre el cielo de Puebla, alumbró radiante, el sol de mayo.

BY EOMER

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